Recordar nuestro pasado es sano si sirve para vernos tal y como somos hoy. Anclarnos en los recuerdos de forma obsesiva puede llegar a doler.
Entre las múltiples experiencias que nos permite nuestro mundo emocional se encuentra el sentimiento de nostalgia. Un viaje imposible, pero añorado hacia nuestro pasado.
De pronto, uno se siente invadido por imágenes, resonancias, palabras o sensaciones del ayer. Se da cuenta de que no es un mero ejercicio de la memoria, ya que, acompañando esos trazos de vida vivida, amanecen vagas emociones que parecen instalarse definitivamente en nuestro interior. Ocurre entonces que de aquellas emociones imprecisas despierta un enorme sentimiento que cubre todo nuestro ser con su presencia. Es como si de golpe todo el pasado vivido quedara resumido en esa estampa agridulce. Como si el tiempo se atorara con el único propósito de meternos en la encrucijada de ser lo que ya no podemos ser.
Hay sentimientos más llevaderos que otros; sin embargo, el de la nostalgia puede llegar a doler. Menuda encrucijada someterse al quiero y no puedo. Vaya plan perderse en el laberinto del tiempo sin poder salir de él sin sufrir, añorando un regreso imposible. No obstante, algunas personas descubren en tal pasión una forma adictiva de vivir, un refugio para su incomprensible vida, un exilio interior que llena los vacíos de su existencia.
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